Hay palabras pequeñas,
inocentes, que muchas veces olvidamos o evitamos decir. Palabras que incomodan
a quien las lee, que quedan bellas al ser escritas pero decirlas nos suena
ridículo, obsoleto, inadecuado. Palabras que unidas una tras otra pueden formar
las frases más hermosas y memorables de la historia, de nuestra historia. Sin
embargo se prefiere guardarlas, esconderlas, porque pareciera que el decirlas
nos lastima la garganta y nos hace sangrar la costumbre, nos golpean el orgullo
y destruyen esa coraza tras la cual somos todos iguales, vulnerables,
indefensos y únicos, con sentimientos y temores… Tras la cual somos humanos. Y
hay otras palabras, duras, espinosas, violentas, que deberían ser las que nos
destruyan la garganta y pinchen los labios al ser dichas; y aun así es como si
hubiésemos perdido la sensibilidad frente a las mismas y las largamos cuales
dardos a los demás destruyendo nuestro lenguaje, ese vinculo primero entre
nosotros.
Las palabras no solo
se dicen, también se viven y se actúan; se hacen parte de nosotros, se pegan a
nuestro cuerpo, labios y ojos, y gritan quienes somos exponiendo al mundo
(aunque no sea nuestro deseo) nuestro ser mas profundo, ese que
desesperadamente intentamos esconder bajo capas y capas de ego, objetos,
autosuficiencia. Son como faroles gigantescos que iluminan hasta el más mínimo
resquicio de sombra en nosotros.
Y es por eso, tal vez,
que se les tiene tanto miedo; es por eso que se las deforma, se las endurece,
se las destruye y evita en un intento desesperado por escondernos y protegernos
en una sociedad que juzga y lastima.
¿Pero como
pretendemos, entonces, vivir en un “mundo mejor” si nos resulta tan difícil
decir cosas tan simples y reconfortantes como “TE AMO”? Suena tan bien decirlo,
escucharlo, vivirlo… Te amo… Te amo… Te amo…
Hay que animarse a
esta nueva perspectiva, a poder usar palabras que tenemos escondidas en el
fondo de nuestro placard acumulando polvo, permitir que muestren quienes somos,
porque es lo que somos, y no otra cosa.
Y es por todo eso que
en todo lo escrito a continuación creo que no soy yo quien escribe, son las
palabras quienes me escriben a mí y leen al lector, quien se identifica y las
revive, las recuerda y las apropia (¿o ellas se apropian del lector?).
Un poemario lleno de
sentimientos hechos tinta, lleno de historias que se cuentan a si mismas, un
lugar de encuentro con uno mimo, su pasado, presente, futuro y la otra persona,
un espejo que refleja poco a poco, lo mucho que somos y lo poco que logramos
encubrirlo.
Y así, palabras,
palabras menos, les doy la bienvenida anónima a este mundo de nuestros
sentimientos hechos realidad.
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